domingo, 4 de mayo de 2008

Capítulo IX: Una presencia extraña

A la mañana siguiente Mon se despertó exhausta. Todo su cuerpo dolía. Especialmente su mejilla derecha, en donde su cruel abuelo le había propiciado una intensa bofetada. No recordaba cómo había llegado hasta su habitación. Probablemente su abuelo la había cargado, desmayada, todo el camino desde los campos de trigo hasta allí.

Lentamente se levantó de la cama, se abrigó con su bata de satén y se dirigió al lavabo. En el espejo pudo contemplar los dedos de su abuelo marcados en su suave y tersa piel. Con ayuda del maquillaje pudo disimular las marcas. Se vistió y bajó al comedor. Mientras descendía por la antigua escalera de madera se sorprendió al notar la quietud y el silencio en el que se hallaba sumida la casa. Al llegar al comedor divisó una nota sobre la mesa. Era de su madre. Ella y sus padres se habían ido al pueblo y no sabían cuándo volverían. La fractura en la mano de su abuela había empeorado y era menester que la viera un médico en la clínica. Además, el abuelo tenía asuntos que resolver en el centro, y era probable que se quedara allí algunos días hasta concluirlos. Su madre y su abuela aprovecharían el viaje al centro para visitar a la tía de Mon, a quien hacía muchísimo tiempo que no veían.

Mon no esperaba eso, pero suspiró aliviada. Realmente no sabía cómo podría haber reaccionado su familia cuando su abuelo les contara sobre los apasionados encuentros de su pequeña Mónica y el despreciable moreno, cuyo nombre desconocían.

Para despejar su cabeza, y para aprovechar la soledad, Mon se acomodó en el mullido sofá bajo la ventana en la biblioteca. Desde allí podía admirar los campos de trigo. Había llevado consigo lápiz y papel. Le escribiría a Gabriel. Le haría cuantas preguntas necesitara. Tenía tantas dudas. No sólo sobre lo que sentía Gabriel hacia ella, sino sobre sus propios sentimientos. ¿Se estaría enamorando? No, seguramente no. Lo suyo era lujuria. Era pasión, era contacto, era piel, era carne. Pero no era amor. Sin embargo, había algo que aún la unía a Gabriel. No podía precisar qué era exactamente, pero había algo. Tomó el lápiz y comenzó a escribir. Se sorprendió a sí misma escribiendo que lo extrañaba, que quería verlo. Pero que no comprendía la última carta. ¿Por qué aparecería disfrazado? ¿Qué le impedía ser él mismo? Sin darse cuenta, Mon lentamente fue quedándose dormida.

Cuando se despertó, ya era de noche. Afuera, la luna iluminaba los millones de espigas de trigo. Era el ruido de la puerta el que la había despertado. Su madre y su abuela habían llegado. Pero algo la desconcertó; podía distinguir más voces. Dos voces femeninas, y una voz masculina. Una voz extremadamente familiar. ¿Sería…? No, era imposible. Escuchó a su madre llamándola, por lo que tomó sus pertenencias y se retiró de la biblioteca. Al llegar al hall, encontró a su madre y a su abuela sonrientes. Le presentaron a las personas cuyas voces había escuchado desde la biblioteca. A su tía la recordaba vagamente de sus estancias veraniegas en la mansión cuando era muy pequeña. Luego estaba su prima, Lucrecia, con quien había jugado de pequeña. Pero como ella le llevaba cinco años, la distancia entre ellas había sido cada vez mayor, lo que terminó provocando no un enfrentamiento, sino una pérdida de contacto entre ambas. Y finalmente le presentaron al muchacho que acompañaba a Lucrecia.

- Él es mi prometido, Daniel. – y sus ojos brillaron cuando pronunció esas palabras.

Mon seguía notando alarmantemente conocido al individuo. No podía aún dilucidar de dónde, pero sabía que se conocían. Tenía un aire a… pero no podía ser. El hombre ante ella era castaño, y Gabriel era indiscutiblemente rubio. Pero aún así algo la desconcertaba.

sábado, 3 de mayo de 2008

Cap. VIII: "La felicidad es arrebatada"

Las semanas pasaron. Mónica y Julio comenzaron a encontrarse todos los días a la medianoche, momento que aprovechaban para satisfacer sus deseos carnales de las maneras más enajenadas y descontroladas que hubieran existido jamás. Mónica fue ganando experiencia, y rápidamente dejó de ser aquella adolescente inocente para convertirse en una mujer. Sabía exactamente que debía hacer para mantener a su hombre al borde del éxtasis; y él la hacía sentirse fuera de este mundo, la hacía explotar, la hacía sentirse inmortal.



Poco a poco se fueron conociendo, y la atracción física pasó a convertirse en algo parecido al amor. Mónica estaba enamorada de él, y estaba segura de que él sentía lo mismo por ella. Las noches eran el mejor momento del día para ella, y sus abuelos y su madre no paraban de quejarse de lo torpe y distraída que estaba en cualquier otro momento. Lo que no se imaginaban era qué pensamientos eran los que ocupaban la mente de Mon y la hacían estar en una especie de ensueño el resto del día.


Por otro lado, desde la última carta de Gabriel, no había recibido nuevas novedades acerca de su bienestar. Llegó a pensar que todo había sido una broma pesada, y que lo más probable es que nunca lo fuera a volver a ver. Cada tanto, recordaba lo que era pasar las tardes en aquel cuarto de su casa, riéndose de la vida, sin preocupaciones ni miedos que los atosigaran…


Actualmente, aunque se sentía feliz con Julio, en los momentos en los que no estaba con él, debía ocuparse de su madre, que no parecía estar mejorando y que requería ayuda para la mayoría de sus movimientos. Además de esto, su abuela se había accidentalmente quebrado uno de los dedos de su mano, por lo que tuvo que ocuparse de las tareas del hogar mientras ella se rehabilitaba. Con todo, casi no tenía tiempo de descansar, ya que en las noches, en vez de dormir, se encontraba con su enamorado.



En la noche número veintiséis, luego de cenar con su familia, juntar la mesa y lavar la vajilla, se despidió de todos y subió a su recámara. Dejó pasar media hora sin que se oyera ningún ruido en el resto de la casa, y una vez que se aseguró que todo el mundo dormía, bajó nuevamente la escalera y salió disparada hacia sus amados campos de trigo.


Llevaba puesto un vestido negro floreado con volados en los bordes. ¡Era increíble que aun hiciera tanto calor en abril! Como todas las noches, llegó hasta un páramo en el que el césped era más mullido y un par de árboles cercaban una suerte de habitación en la que Mónica y Julio convivían sin norma alguna. Él ya la estaba esperando, recostado con su espalda contra uno de los árboles.


- ¡Perdón por la tardanza! Esta noche quise asegurarme que todos se hubieran dormido. Ya sabes lo que paso la otra noche, comienzo a pensar que mi abuelo sospecha algo…


- No te preocupes. Sabes que me es imposible enojarme contigo. La amarga espera hace que nuestros escasos momentos juntos valgan aún más…


Julio se paró y fue hasta Mónica para besarla. Se abrazaron fuertemente por unos segundos, hasta que comenzaron a desvestirse mutuamente. Botón por botón, la camisa que llevaba puesta se abrió y cayó al suelo, así como el vestido de ella. Se recostaron sobre el césped. Empezaban a relajarse hasta que… Un ahogado grito, seguido de un estruendoso “Mónica, ¿qué haces?” se escuchó. Ambos se separaron inmediatamente del susto y miraron a su alrededor, sólo para encontrar a la figura del abuelo de Mónica parado enfrente de ellos a unos pocos metros, con una escopeta en su mano derecha. Mónica se horrorizó y corrió a buscar su vestido. Mientras se lo ponía, Julio se irguió, pero antes de que pudiera intentar explicar la situación, el abuelo de Mónica habló:


- Ya van varias noches que te escucho escabullirte por ahí hacia los campos. Al principio pensé que eran tonterías tuyas, pero luego decidí que era mejor asegurarme, y me decidí a seguirte. Me hice el dormido cuando pasaste por la puerta de la habitación, esperé unos minutos luego de que te hubieras ido, y emprendí mi marcha en tu búsqueda. No sabía muy bien qué te encontraría haciendo, pero esto… esto… - hizo una pausa. Mónica y Julio se hallaban parados uno al lado del otro, una expresión de terror en ambas caras. No tenían la menor idea de cómo iba a reaccionar Tomás, el abuelo de Mónica, y no se atrevían a moverse ni a interrumpirlo.


- Y tú… - continuó diciendo Tomás, esta vez mirando a Julio – no me esperaba esto de ti. Luego de todo lo que he hecho por ti, de cómo te he ayudado, ¿así es cómo me lo pagas? No puedo soportar la idea de que mi adorada nieta haya perdido su virginidad con una bestia como tú. Ahora debes morir…


Tomás apuntó la escopeta directo al pecho de Julio, pero Mónica se interpuso y exclamó:


- ¡No lo hagas abuelo! Por el amor de Dios, ¡no! Debes entender que ya soy una mujer y que puedo hacer lo que se me plazca sin consultártelo. No tienes derecho a matarlo, estoy enamorada de él y no puedo permitir que lo hagas. Además, no fue con él con quien perdí mi virginidad…


- ¡¿QUÉ?! – gritaron al unísono Tomás y Julio. Sus caras se cubrieron con una expresión de asombro.


- Lo que han oído. Estoy harta de que me traten como si todavía fuera una nena.


Tomás, sin poder creer lo que oía, determinó que ya era demasiado y disparó contra Julio, aunque con la alteración bajo la que estaban sus músculos, falló. Julio comenzó a correr velozmente, escapándose de los disparos de Tomás, que gritaba “No te quiero volver a ver nunca más en mis tierras. ¡No te atrevas a regresar!”. Por otro lado, Mónica intentó quitarle el arma a su abuelo, pero lo único que logró fue que le proporcionara una fuerte cachetada. Entonces, cayó al suelo, inconsciente del dolor.