jueves, 28 de febrero de 2008

Capítulo II: "Flechados bajo los rayos calientes del sol"

A la mañana siguiente, Mónica se despertó con una nueva resolución en su cabeza. Era hora de dejar atrás a Gabriel, para perseguir un nuevo sueño. ¿Podría ser que aquel campesino sea su gran amor? ¿Estaría a punto de conocer al hombre de su vida? Estas eran preguntas que revoloteaban en su interior, y aunque la llenaban de duda, intriga, nervios y ansiedad, también le proveyeron de una gran fuerza interior –más bien una sensación de profunda pasión- que la ayudaría a hacer lo necesario para develar el secreto acerca de la identidad de este misterioso hombre y de la intensa conexión que sentía que los unía.

El primer paso para llevar a cabo el plan era pensar la manera de acercarse a él y conocerlo. Estaba segura de que una vez realizado este paso, no harían falta mayores sortilegios, ya que indudablemente él caería directo a sus pies. Luego de un rato de cavilar, dio con la excusa perfecta, y se predispuso a comenzar los preparativos.

Mónica era una joven muy bella, de rasgos agraciados, larga melena pelirroja, ojos almendrados, cuerpo voluptuoso y labios carnosos. Se vistió con un vestido ceñido a la cintura, que marcaba su delgada figura; un sombrero de ala con una cinta rosa haciendo juego con el vestido; y unas sandalias también rosadas. Un delicado maquillaje la acompañaba; sus labios y sus ojos competían con su cuerpo por resaltar. En fin, estaba segura que causaría una impresión más que buena.

Se dispuso a salir de su casa y a dirigirse directo hacia el campo. En el camino, se topó con su abuela, a quien le explicó que iría a ayudar a su abuelo con el trabajo del campo; y evitando la cara de incredulidad de ella, se fue antes de que profiriera siquiera un suspiro.

Caminó directo a las plantaciones de trigo. Su paso acelerado, incompatible con el uso de sandalias, la hacía tropezar de vez en cuando. Pero su apuro era tal, que enseguida recobraba el aliento y continuaba la marcha. Se desvió hasta un pequeño paraje donde crecían unas flores silvestres. Distraídamente, comenzó a juntar un ramillete mientras ojeaba a los trabajadores del campo, buscando con mirada ávida a uno en particular.

Luego de lo que pareció una interminable sucesión de segundos, lo halló. ¡Allí estaba! Ese ángel de morenos rizos y cuerpo escultural. Volvió a sentir palpitaciones, como el día anterior. Su respiración se agitaba. Sentía que iba a desmayarse. Tratando de recobrar la compostura, fijó la mente en su plan. Por suerte, su abuelo había decidido estar en los campos de cebada aquel día.

Se fue acercando sigilosamente, cual depredador a punto de cazar a su presa. Hasta que estuvo a menos de dos metros de distancia... Él notó su presencia, levantó la mirada y sus dos ojos la flecharon bajo los rayos calientes del sol. Y ella no pudo más que exhalar un suspiro.

martes, 19 de febrero de 2008

Capítulo I: "Tendida de espaldas sobre las espigas de trigo"

Finalmente llegó ese día que Mónica tanto había temido.

Las cartas de Gabriel habían disminuído su frecuencia a una vez por semana. Más exactamente, todos los jueves. Las razones, según explicó él, eran que ahora trabajaba en la tienda del señor Manson y no disponía de mucho tiempo libre; que se levantaba al alba y se acostaba a dormir, agotado, a altas horas de la noche.

Un jueves, ese temido jueves, no hubo carta. Ni tampoco al siguiente. Ni el otro.

Mónica golpeaba todas las mañanas su buzón con el puño, embebida de ira. Debía de haberlo suponido. Las cartas habían empezado a ser cada vez más cortas y escuetas, carentes de afecto, como una tarea escolar.

La casa señorial, rodeada de campos y campos cuya extensión se perdía en el horizonte, estaba desierta salvo por la cocinera y la mucama. Su madre hace días que estaba en el hospital del pueblo más cercano, sometida a interminables análisis, un intento desesperado por determinar qué rayos era su mal, puesto que ningún médico lograba determinar exactamente qué era lo que la aquejaba. Tosía día y noche y escupía sangre; no comía y su piel se había tornado amarillenta. Lejos habían quedado los días en los que su madre ostentaba una belleza estival; belleza que Mónica, de cabellos rojos hasta la cintura y ojos almendrados, había heredado.

Su abuelo, por su parte, había partido de viaje de negocios y no volvería hasta la semana siguiente, en un intento por hacer alzar cabeza a la antes cuantiosa y ahora seca fortuna familiar. La abuela, que ya estaba en sus últimas y sufría de una enfermedad de la memoria, vivía en el piso más elevado de la casa, casi como si no existiera.

Las lágrimas le caían como un aguacero sobre las mejillas. Gabriel. Hermoso y traicionero Gabriel. Le había roto el corazón.

Por tres días no salió en absoluto de su cuarto, ni siquiera para darse un baño. Con la mirada perdida en la ventana, se preguntaba una y otra vez por qué había dejado de ser merecedora de aquél amor. Por qué había sido abandonada tan cobardemente, tan repentina e inexplicablemente. Por qué.

Por primera vez en muchas horas, se asomó por el pequeño balcón de su cuarto. El día estaba precioso. Muy a lo lejos, se veían decenas de campesinos trabajando uno de los campos, dorado de espigas de trigo.

Súbitamente invadida por la curiosidad, fue a buscar los viejos binoculares de su abuelo. Si éste se enteraba que le había puesto las manos encima a ese artefacto, tendría que enfrentar una rabieta descomunal de parte del viejo; pero no le importó.

Mujeres, niños; todos parecían capacitados, ya fuera por la necesidad o por la voluntad del patrón, a trabajar esos campos. Mónica los observó uno por uno durante un rato hasta que, de repente, vió algo que la dejó con la boca abierta.

Un torso sudoroso, bronceado. Unos brazos que podrían sujetar a un toro por las astas. Cuando se irgió pudo ver su rostro viril, su cabello negro que le caía sobre los ojos oscuros.

Puro músculo. Puro hombre.

Bajó los binoculares. El corazón le latía tan fuerte que temió estar teniendo un ataque, y más curiosa le resultó una sensación conocida un poco más abajo del estómago, una sensación que sólo había conocido con Gabriel, pero que ahora era mil veces más intensa.

Sus mejillas ardían. Aturdida, no tuvo otra opción que ir a darse un baño. Para apartar la mente a otro lugar que estuviera lejos de ese campesino sin nombre.

Nunca había pensado que podría causarle algo así una persona tan diferente a Gabriel, que con sus cabellos dorados, su piel blanca y su cuerpo alto y delgado, era totalmente diferente a ese hombre. Como de otro mundo.

Esa noche, a pesar de la reciente decepción amorosa que había sufrido, no se durmió llorando con el recuerdo de Gabriel, sino pensando en ese campesino y ella, ambos en el campo desierto iluminado por la luna.

Ella, por supuesto, tendida de espaldas sobre las espigas de trigo.

lunes, 18 de febrero de 2008

El inicio

Era un día gris. La lluvia azotaba las ventanas, pero era el dolor lo que azotaba el corazón de Mónica. Exactamente ese día se cumplía un mes desde la última vez que había visto a Gabriel. Gabriel, su primer amor.

Mónica y Gabriel habían jugado juntos desde pequeños. Vivían en casas enfrentadas. Mónica no tenía padre, y Gabriel no tenía madre, por lo que el apoyo de la familia del otro les resultaba fundamental. Crecieron juntos, según creían sus padres, como hermanos. Pero tanto Mónica como Gabriel sabían que eso no era así. Si bien su amistad sufrió el deterioro propio de la pubertad, en la que los cambios físicos y hormonales causaban estragos, provocando burlas y soledad, este sentimiento resurgió con mucha más fuerza en la adolescencia. Con una fuerza tal que ya no podía ser ignorado. Mónica y Gabriel se dejaron llevar por ese amor que había nacido entre ellos. Temerosos ambos, ocultaron este hecho a sus familias, quienes aún nada sospechaban. Inocentes sus padres, todavía creían en la inocencia del vínculo entre sus pequeños hijos. Pero Mónica se escapa a hurtadillas de su habitación todas las veces que le era posible. Trepaba por la reja de su casa, cruzaba la calle de tierra y se escabullía por la puerta trasera de la casa de Gabriel. Allí, en un pequeño cuarto, daban rienda suelta al amor que los unía. En ese cuarto, con dieciséis primaveras recién cumplidas, Mónica le entregó a Gabriel el regalo más hermoso que un hombre podrá jamás recibir. Allí Mónica perdió su virginidad en manos del hombre que amaba.

El romance duró un verano entero. Al acercarse marzo, la madre de Mónica cayó enferma de un extraño mal, y el médico recomendó una estadía prolongada lejos del pueblo. No había opción. Ambas se trasladaron a la casa de los abuelos de Mónica, en la otra punta del país. A Mónica sólo podía sacarla de su angustia el recibir una carta de Gabriel todos los días. Era la única manera de mantenerse en contacto y así evitar que su amor muriera.

Pero el corazón se le estrujaba al saber que pasaría mucho tiempo antes de poder volver a verlo.