domingo, 8 de junio de 2008

Convocatoria rosa

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Queridas lectoras rosas:

Han sido convocadas para aportar un capítulo en esta apasionada novela titulada “Campos de Pasión”© (Lady Lu – Melinanushka – Paila). Quien sea la primera en responder a esta invitación (vía e-mail o a través de un comentario en este blog) podrá acceder a la publicación del capítulo X (título de elección libre) escrito por ella en el blog convocante, www.eroticamenterosa.blogspot.com.

Para bases y condiciones, contactarse con cualquiera de las autoras.

Saludos rosas,

Lady Lu – Melinanushka – Paila

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domingo, 4 de mayo de 2008

Capítulo IX: Una presencia extraña

A la mañana siguiente Mon se despertó exhausta. Todo su cuerpo dolía. Especialmente su mejilla derecha, en donde su cruel abuelo le había propiciado una intensa bofetada. No recordaba cómo había llegado hasta su habitación. Probablemente su abuelo la había cargado, desmayada, todo el camino desde los campos de trigo hasta allí.

Lentamente se levantó de la cama, se abrigó con su bata de satén y se dirigió al lavabo. En el espejo pudo contemplar los dedos de su abuelo marcados en su suave y tersa piel. Con ayuda del maquillaje pudo disimular las marcas. Se vistió y bajó al comedor. Mientras descendía por la antigua escalera de madera se sorprendió al notar la quietud y el silencio en el que se hallaba sumida la casa. Al llegar al comedor divisó una nota sobre la mesa. Era de su madre. Ella y sus padres se habían ido al pueblo y no sabían cuándo volverían. La fractura en la mano de su abuela había empeorado y era menester que la viera un médico en la clínica. Además, el abuelo tenía asuntos que resolver en el centro, y era probable que se quedara allí algunos días hasta concluirlos. Su madre y su abuela aprovecharían el viaje al centro para visitar a la tía de Mon, a quien hacía muchísimo tiempo que no veían.

Mon no esperaba eso, pero suspiró aliviada. Realmente no sabía cómo podría haber reaccionado su familia cuando su abuelo les contara sobre los apasionados encuentros de su pequeña Mónica y el despreciable moreno, cuyo nombre desconocían.

Para despejar su cabeza, y para aprovechar la soledad, Mon se acomodó en el mullido sofá bajo la ventana en la biblioteca. Desde allí podía admirar los campos de trigo. Había llevado consigo lápiz y papel. Le escribiría a Gabriel. Le haría cuantas preguntas necesitara. Tenía tantas dudas. No sólo sobre lo que sentía Gabriel hacia ella, sino sobre sus propios sentimientos. ¿Se estaría enamorando? No, seguramente no. Lo suyo era lujuria. Era pasión, era contacto, era piel, era carne. Pero no era amor. Sin embargo, había algo que aún la unía a Gabriel. No podía precisar qué era exactamente, pero había algo. Tomó el lápiz y comenzó a escribir. Se sorprendió a sí misma escribiendo que lo extrañaba, que quería verlo. Pero que no comprendía la última carta. ¿Por qué aparecería disfrazado? ¿Qué le impedía ser él mismo? Sin darse cuenta, Mon lentamente fue quedándose dormida.

Cuando se despertó, ya era de noche. Afuera, la luna iluminaba los millones de espigas de trigo. Era el ruido de la puerta el que la había despertado. Su madre y su abuela habían llegado. Pero algo la desconcertó; podía distinguir más voces. Dos voces femeninas, y una voz masculina. Una voz extremadamente familiar. ¿Sería…? No, era imposible. Escuchó a su madre llamándola, por lo que tomó sus pertenencias y se retiró de la biblioteca. Al llegar al hall, encontró a su madre y a su abuela sonrientes. Le presentaron a las personas cuyas voces había escuchado desde la biblioteca. A su tía la recordaba vagamente de sus estancias veraniegas en la mansión cuando era muy pequeña. Luego estaba su prima, Lucrecia, con quien había jugado de pequeña. Pero como ella le llevaba cinco años, la distancia entre ellas había sido cada vez mayor, lo que terminó provocando no un enfrentamiento, sino una pérdida de contacto entre ambas. Y finalmente le presentaron al muchacho que acompañaba a Lucrecia.

- Él es mi prometido, Daniel. – y sus ojos brillaron cuando pronunció esas palabras.

Mon seguía notando alarmantemente conocido al individuo. No podía aún dilucidar de dónde, pero sabía que se conocían. Tenía un aire a… pero no podía ser. El hombre ante ella era castaño, y Gabriel era indiscutiblemente rubio. Pero aún así algo la desconcertaba.

sábado, 3 de mayo de 2008

Cap. VIII: "La felicidad es arrebatada"

Las semanas pasaron. Mónica y Julio comenzaron a encontrarse todos los días a la medianoche, momento que aprovechaban para satisfacer sus deseos carnales de las maneras más enajenadas y descontroladas que hubieran existido jamás. Mónica fue ganando experiencia, y rápidamente dejó de ser aquella adolescente inocente para convertirse en una mujer. Sabía exactamente que debía hacer para mantener a su hombre al borde del éxtasis; y él la hacía sentirse fuera de este mundo, la hacía explotar, la hacía sentirse inmortal.



Poco a poco se fueron conociendo, y la atracción física pasó a convertirse en algo parecido al amor. Mónica estaba enamorada de él, y estaba segura de que él sentía lo mismo por ella. Las noches eran el mejor momento del día para ella, y sus abuelos y su madre no paraban de quejarse de lo torpe y distraída que estaba en cualquier otro momento. Lo que no se imaginaban era qué pensamientos eran los que ocupaban la mente de Mon y la hacían estar en una especie de ensueño el resto del día.


Por otro lado, desde la última carta de Gabriel, no había recibido nuevas novedades acerca de su bienestar. Llegó a pensar que todo había sido una broma pesada, y que lo más probable es que nunca lo fuera a volver a ver. Cada tanto, recordaba lo que era pasar las tardes en aquel cuarto de su casa, riéndose de la vida, sin preocupaciones ni miedos que los atosigaran…


Actualmente, aunque se sentía feliz con Julio, en los momentos en los que no estaba con él, debía ocuparse de su madre, que no parecía estar mejorando y que requería ayuda para la mayoría de sus movimientos. Además de esto, su abuela se había accidentalmente quebrado uno de los dedos de su mano, por lo que tuvo que ocuparse de las tareas del hogar mientras ella se rehabilitaba. Con todo, casi no tenía tiempo de descansar, ya que en las noches, en vez de dormir, se encontraba con su enamorado.



En la noche número veintiséis, luego de cenar con su familia, juntar la mesa y lavar la vajilla, se despidió de todos y subió a su recámara. Dejó pasar media hora sin que se oyera ningún ruido en el resto de la casa, y una vez que se aseguró que todo el mundo dormía, bajó nuevamente la escalera y salió disparada hacia sus amados campos de trigo.


Llevaba puesto un vestido negro floreado con volados en los bordes. ¡Era increíble que aun hiciera tanto calor en abril! Como todas las noches, llegó hasta un páramo en el que el césped era más mullido y un par de árboles cercaban una suerte de habitación en la que Mónica y Julio convivían sin norma alguna. Él ya la estaba esperando, recostado con su espalda contra uno de los árboles.


- ¡Perdón por la tardanza! Esta noche quise asegurarme que todos se hubieran dormido. Ya sabes lo que paso la otra noche, comienzo a pensar que mi abuelo sospecha algo…


- No te preocupes. Sabes que me es imposible enojarme contigo. La amarga espera hace que nuestros escasos momentos juntos valgan aún más…


Julio se paró y fue hasta Mónica para besarla. Se abrazaron fuertemente por unos segundos, hasta que comenzaron a desvestirse mutuamente. Botón por botón, la camisa que llevaba puesta se abrió y cayó al suelo, así como el vestido de ella. Se recostaron sobre el césped. Empezaban a relajarse hasta que… Un ahogado grito, seguido de un estruendoso “Mónica, ¿qué haces?” se escuchó. Ambos se separaron inmediatamente del susto y miraron a su alrededor, sólo para encontrar a la figura del abuelo de Mónica parado enfrente de ellos a unos pocos metros, con una escopeta en su mano derecha. Mónica se horrorizó y corrió a buscar su vestido. Mientras se lo ponía, Julio se irguió, pero antes de que pudiera intentar explicar la situación, el abuelo de Mónica habló:


- Ya van varias noches que te escucho escabullirte por ahí hacia los campos. Al principio pensé que eran tonterías tuyas, pero luego decidí que era mejor asegurarme, y me decidí a seguirte. Me hice el dormido cuando pasaste por la puerta de la habitación, esperé unos minutos luego de que te hubieras ido, y emprendí mi marcha en tu búsqueda. No sabía muy bien qué te encontraría haciendo, pero esto… esto… - hizo una pausa. Mónica y Julio se hallaban parados uno al lado del otro, una expresión de terror en ambas caras. No tenían la menor idea de cómo iba a reaccionar Tomás, el abuelo de Mónica, y no se atrevían a moverse ni a interrumpirlo.


- Y tú… - continuó diciendo Tomás, esta vez mirando a Julio – no me esperaba esto de ti. Luego de todo lo que he hecho por ti, de cómo te he ayudado, ¿así es cómo me lo pagas? No puedo soportar la idea de que mi adorada nieta haya perdido su virginidad con una bestia como tú. Ahora debes morir…


Tomás apuntó la escopeta directo al pecho de Julio, pero Mónica se interpuso y exclamó:


- ¡No lo hagas abuelo! Por el amor de Dios, ¡no! Debes entender que ya soy una mujer y que puedo hacer lo que se me plazca sin consultártelo. No tienes derecho a matarlo, estoy enamorada de él y no puedo permitir que lo hagas. Además, no fue con él con quien perdí mi virginidad…


- ¡¿QUÉ?! – gritaron al unísono Tomás y Julio. Sus caras se cubrieron con una expresión de asombro.


- Lo que han oído. Estoy harta de que me traten como si todavía fuera una nena.


Tomás, sin poder creer lo que oía, determinó que ya era demasiado y disparó contra Julio, aunque con la alteración bajo la que estaban sus músculos, falló. Julio comenzó a correr velozmente, escapándose de los disparos de Tomás, que gritaba “No te quiero volver a ver nunca más en mis tierras. ¡No te atrevas a regresar!”. Por otro lado, Mónica intentó quitarle el arma a su abuelo, pero lo único que logró fue que le proporcionara una fuerte cachetada. Entonces, cayó al suelo, inconsciente del dolor.

lunes, 7 de abril de 2008

Capítulo VII: Su nombre me atosiga

A la mañana siguiente, después de una noche de buen sueño, Mónica se levantó de muy buen humor. Después de desayunar y acicalarse, se apoyó contra la baranda del balcón, observando los campos de trigo con expresión de hembra satisfecha.

La mejor noche de su vida. Su fantasía había sido impresionantemente fácil de cumplir, y no podía esperar para obtener más.

Había sido tan repentino. El moreno, del cual no sabía nada, ni siquiera su nombre, la había satisfecho en muchas formas. ¿Pero cómo había logrado encontrarla tan súbitamente? ¿Había sido casualidad? ¿Y en qué punto de la historia entraba la otra, la que en los campos lo había besado frente a sus ojos?

Más tarde, luego de un día de ocio sin muchos sobresaltos, cuando el sol ya hubo recorrido el cielo y estaba atardeciendo, Mónica se calzó las botas de campo y salió a dar un paseo por el borde de los campos, esperando cruzarse nuevamente al moreno.

Por suerte, éste no tardó mucho en aparecer. Escuchó una voz detrás suyo:

- Así que has venido por más.

Mónica se dió vuelta y le sonrió.

- Veremos.

- Ayer no parecías tan poco decidida.

Mónica frunció el ceño. El sol filtraba sus rayos por entre las espigas de trigo y se reflejaba en su cabello rojo.

- ¿Tu esposa no dice nada con respecto a esto?

El hombre sonrió.

- No tengo esposa.

- Pero el otro día...

- Es mi prometida. Larga historia. Los gitanos somos así. Nos obligan a hacer una cosa pero hacemos lo que el corazón nos dice.

Así que era gitano, pensó Mónica. Qué extraño, usualmente los gitanos no trabajaban el campo, solían ser comerciantes en esos lares.

- Veremos. Todo a su tiempo.

- Como tú quieras. Estoy a tu disposición. Hay algo en tí...

Y se acercó más a Mónica, que sintió cómo una sensación hirviente se apoderaba de su pecho.

- ...hay algo en tí que me enamora... Mónica.

Ella se ruborizó. Él la miraba fijamente a los ojos. Evitó su mirada.

- Pero dejaré que vengas a mí. Estoy seguro que no tardarás mucho - terminó de decir el moreno.

Mónica lo vió alejarse por el sendero. Iba a darse vuelta para volver a su casa cuando escuchó nuevamente la voz de él, lejana.

- Por cierto... Me llamo Julio.

sábado, 29 de marzo de 2008

Capítulo VI: Lluvia y pasión

Mónica se levantó muy tarde a la mañana siguiente. Marie, el ama de llaves que toda la vida había acompañado a familia en esa mansión fue la encargada de despertarla. Alarmada porque Mónica siempre era la primera en levantarse, al ver que ya eran pasadas las once de la mañana y no daba señales de vida, Marie corrió a su habitación con una bandeja de desayuno, pensando que su pobre Mon estaba enferma.

El pan tostado estaba delicioso, así como el té. Pero Mónica tenía otros asuntos transitando por su mente. El encuentro fugaz que había tenido con el moreno y su amante la había sumido en la incertidumbre. Y la carta con la rosa… ansiaba volver a ver a Gabriel, pero no estaba segura de querer verlo en esas circunstancias. No con el moreno alrededor distrayéndola. Pero no había nada que pudiese hacer. Tan sólo esperar la llegada inminente de Gabriel y procurar no pensar. Lo que debiera pasar, pasaría.

El día transcurrió sin mayores novedades. Mónica intentó proseguir con la carta que le estaba escribiendo a su amiga Laura, pero al ver que le era imposible concentrarse, salió a caminar y dejarse llevar por los campos de trigo.

Vagó sin rumbo casi toda la tarde. De repente, comenzó a lloviznar. Mónica no había salido con ningún abrigo, solamente vestía un fino vestido blanco de verano. Una suave brisa comenzaba a hacerse sentir. Mon sintió frió. Su piel se puso tensa. Intentó volver a la mansión, pero en ese momento se percató de que no conocía el camino de vuelta. Estaba perdida. La invadió la desesperación. Estaba sola, tenía frío y no podía regresar.

Pero en ese momento sintió la presencia de alguien detrás de ella. Esperando encontrarse con Marie, que habría corrido en su búsqueda, se dio la vuelta rápidamente. Mas ante sus ojos se erguía imponente el moreno. Las gotas de lluvia recorrían dulcemente su fornido cuerpo. Tenía el torso desnudo y todo su cuerpo ostentaba las huellas del sol. Mon no podía más que admirarlo. Se miraron a los ojos. Lentamente el moreno fue acercándose y la rodeó con su fuerte y musculoso brazo por su pequeña cintura. La lluvia había transparentado casi por completo el vestido blanco de Mónica, y sus pechos turgentes se hallaban casi a la vista. Cuando Mon sintió ese fuerte abrazo todo su cuerpo se inundó con una súbita ola de calor. Sentía contra sus muslos el miembro erecto de él. Deseaba al moreno. Lo quería entre sus piernas. Lo quería dentro suyo.

El moreno arrancó apasionadamente lo que quedaba del vestido blanco y se deshizo también de sus ropas. Mon se recostó de espaldas al suelo. Su bellísimo cuerpo se ensuciaba con el lodo que la lluvía había formado, pero a ella ya no le importaba. El moreno la besó. Fue un beso repleto de pasión, de deseo. Luego continuó besando su delicado cuello y más tarde fue descendiendo hasta sus exquisitos pechos. Mónica jamás se había sentido tan excitada, ni siquiera cuando Gabriel exploraba torpe y dulcemente su cuerpo. Lo que sentía ahora era algo mucho más fuerte, más salvaje. Y entonces sucedió. El moreno la penetró. La sensación fue algo completamente inesperado para Mon. Ella sólo había estado con Gabriel. Pero el moreno parecía estar mucho mejor dotado, y tenía una fuerza impresionante. Mónica se sumergió en un éxtasis de placer que jamás podría haber imaginado. Perdió noción de absolutamente todo. Sólo era consciente del placer que sentía.

Y de repente, Mon se despertó en su cama. Era de noche. Por la ventana abierta se filtraban los rayos de la luna. La lluvia había cesado y el cielo estaba despejado. ¿Habría sido todo un sueño? No. Había sido demasiado real. Se destapó y tomó conciencia de su desnudez. Pudo divisar sobre la silla su vestido blanco, empapado y lleno de lodo. No, no había sido un sueño. Había sido la mejor noche de su vida.



viernes, 21 de marzo de 2008

Cap V: "Dudas y desesperanza"

Las cosas no podían estar peor. Su intento de acercarse al campesino, que tanto acechaba sus sueños de noche y de día, había fallado por completo. No sólo no había conseguido saber su nombre, sino siquiera que dijera una palabra. Para colmo de males, tuvo que ser testigo de una de las escenas más desagradables y desgarradoras de su vida: el hombre que había ido a buscar, partiendo con otra mujer. ¡Besando a otra mujer! Alguien a quien seguro superaba en intelecto y cultura, pero no se atrevía a decir lo mismo en cuanto a la apariencia. Todo el mundo sabe que a los hombres de clase baja, como aquel atractivo campesino, preferían a sus mujeres con cuerpos maravillos, que incluyeran curvas sinuosas, grandes pechos y cola con forma de manzana; ante una cabeza con algo más que rizos. Y no es que Mónica no tuviera sus atractivos, pero definitivamente no tenía el suntuoso cuerpo de aquella mujer. ¿Sería ella su esposa? ¿O quizás sólo un romance pasajero? Algo de lo que él se estuviera cansando ya... Y aún así, ¿sería él la excepción a la regla, y dejaría a su actual novia por otra cosa que no fuera un cuerpo bonito? Lamentaba no tener respuestas para estas preguntas y nadaba en la desesperanza...

Por otra parte, la repentina reaparción de las cartas de Gabriel la habían dejado algo inquieta. ¿Qué podría haber pasado tan terrible como para no haberle dejado continuar con sus misivas? Este hecho desconocido la preocupaba enormemente, al mismo tiempo en que la sumía en una profunda curiosidad. Confiaba en que Gabriel tuviera buenas explicaciones para lo ocurrido. ¿Y qué era eso de aparecerse por la noche y disfrazado? ¿Qué podría estar ocurriendo? ¿Estaría la vida de su primer amor en peligro? Después de todo, todavía tenía sentimientos por él... Él fue el que la hizo conocer las pasiones del amor, y con el se atrevió a hacer cosas que no se habría atrevido a hacer con ningun otro hombre... O quizás sí...


miércoles, 19 de marzo de 2008

lunes, 17 de marzo de 2008

Capítulo IV: Una carta inesperada

"Mon:
Te extraño. Perdón por no haber escrito estos días, es que estuve con problemas. No puedo contarte por este medio lo que está pasando. Iré a verte. No sé cuándo, pero quiero que estés alerta; apareceré de noche y disfrazado.
Sé que esto sueña muy raro, pero ya entenderás cuando nos veamos y te cuente lo que sucedió.
Con amor,
Gabriel"


Dejó caer la carta, con sorpresa. ¿Gabriel?

Pero si había pasado tiempo ya... ¿Qué tendría el muchacho entre manos?

*****
Mónica se despertó sobresaltada. Estaba bañada en sudor. Su corazón latía a toda velocidad.
Suspiró y se acomodó entre las sábanas. Había tenido ese sueño de vuelta.
El campesino sin nombre le había procurado mil y una demostraciones de pasión, recostados ambos sobre las espigas del campo de trigo. La luna brillaba en lo alto, iluminándolos a pesar de las frondosas nubes. Estaban solos. Se amaban.
Antes de dormirse de vuelta, Mónica se sintió súbitamente sola, muy sola.

domingo, 16 de marzo de 2008

domingo, 2 de marzo de 2008

Capítulo III: La intrusa


Mónica sintió un calor abrasador que recorría todo su cuerpo a la velocidad de la luz. La sangre bullía en sus venas, desesperada por salir. Pero ella permanecía en su lugar, a la espera de ese abraso furioso con el que había soñado toda la noche. Él comenzó a acercarse lentamente hacia ella. Casi llegaba; estaban tan sólo a tres pasos. Y una voz interrumpió las ardientes sensaciones de Mónica.

- ¡Amor! ¿Dónde estás? Ya es hora de bajar al pueblo.

La culpable de interrumpir el primer contacto personal entre Mónica y Él era una mujer morena, de piel curtida por el sol y el esfuerzo del trabajo en el campo. Su ondulada cabellera negra como el carbón enmarcaba un rostro de suaves facciones. Ella se acercó corriendo, moviendo con gracia su exquisito cuerpo. Él, al oírla, se sonrojó y, avergonzado, dio la espalda a Mónica y se alejó. La morena lo besó con pasión, y Mónica, a través de su desconcierto pudo advertir cómo los gigantes y azules ojos de la morena la examinaban detenidamente. Se sintió observada, humillada. Dio media vuelta y corrió a refugiarse en su habitación. Allí, rompió en llanto mientras miraba a través de su ventana las olas romper contra los acantilados de la playa.

Una vez que se hubo serenado bajó al comedor. Su idea era sentarse a leer en uno de los mullidos sillones verdes de la sala, pero en su trayecto algo la detuvo. Sobre la mesa de roble había una pequeña rosa roja. A su lado había una tarjeta. No tenía remitente; en ella sólo estaba escrito, con una letra exquisita, “Mon”.

jueves, 28 de febrero de 2008

Capítulo II: "Flechados bajo los rayos calientes del sol"

A la mañana siguiente, Mónica se despertó con una nueva resolución en su cabeza. Era hora de dejar atrás a Gabriel, para perseguir un nuevo sueño. ¿Podría ser que aquel campesino sea su gran amor? ¿Estaría a punto de conocer al hombre de su vida? Estas eran preguntas que revoloteaban en su interior, y aunque la llenaban de duda, intriga, nervios y ansiedad, también le proveyeron de una gran fuerza interior –más bien una sensación de profunda pasión- que la ayudaría a hacer lo necesario para develar el secreto acerca de la identidad de este misterioso hombre y de la intensa conexión que sentía que los unía.

El primer paso para llevar a cabo el plan era pensar la manera de acercarse a él y conocerlo. Estaba segura de que una vez realizado este paso, no harían falta mayores sortilegios, ya que indudablemente él caería directo a sus pies. Luego de un rato de cavilar, dio con la excusa perfecta, y se predispuso a comenzar los preparativos.

Mónica era una joven muy bella, de rasgos agraciados, larga melena pelirroja, ojos almendrados, cuerpo voluptuoso y labios carnosos. Se vistió con un vestido ceñido a la cintura, que marcaba su delgada figura; un sombrero de ala con una cinta rosa haciendo juego con el vestido; y unas sandalias también rosadas. Un delicado maquillaje la acompañaba; sus labios y sus ojos competían con su cuerpo por resaltar. En fin, estaba segura que causaría una impresión más que buena.

Se dispuso a salir de su casa y a dirigirse directo hacia el campo. En el camino, se topó con su abuela, a quien le explicó que iría a ayudar a su abuelo con el trabajo del campo; y evitando la cara de incredulidad de ella, se fue antes de que profiriera siquiera un suspiro.

Caminó directo a las plantaciones de trigo. Su paso acelerado, incompatible con el uso de sandalias, la hacía tropezar de vez en cuando. Pero su apuro era tal, que enseguida recobraba el aliento y continuaba la marcha. Se desvió hasta un pequeño paraje donde crecían unas flores silvestres. Distraídamente, comenzó a juntar un ramillete mientras ojeaba a los trabajadores del campo, buscando con mirada ávida a uno en particular.

Luego de lo que pareció una interminable sucesión de segundos, lo halló. ¡Allí estaba! Ese ángel de morenos rizos y cuerpo escultural. Volvió a sentir palpitaciones, como el día anterior. Su respiración se agitaba. Sentía que iba a desmayarse. Tratando de recobrar la compostura, fijó la mente en su plan. Por suerte, su abuelo había decidido estar en los campos de cebada aquel día.

Se fue acercando sigilosamente, cual depredador a punto de cazar a su presa. Hasta que estuvo a menos de dos metros de distancia... Él notó su presencia, levantó la mirada y sus dos ojos la flecharon bajo los rayos calientes del sol. Y ella no pudo más que exhalar un suspiro.

martes, 19 de febrero de 2008

Capítulo I: "Tendida de espaldas sobre las espigas de trigo"

Finalmente llegó ese día que Mónica tanto había temido.

Las cartas de Gabriel habían disminuído su frecuencia a una vez por semana. Más exactamente, todos los jueves. Las razones, según explicó él, eran que ahora trabajaba en la tienda del señor Manson y no disponía de mucho tiempo libre; que se levantaba al alba y se acostaba a dormir, agotado, a altas horas de la noche.

Un jueves, ese temido jueves, no hubo carta. Ni tampoco al siguiente. Ni el otro.

Mónica golpeaba todas las mañanas su buzón con el puño, embebida de ira. Debía de haberlo suponido. Las cartas habían empezado a ser cada vez más cortas y escuetas, carentes de afecto, como una tarea escolar.

La casa señorial, rodeada de campos y campos cuya extensión se perdía en el horizonte, estaba desierta salvo por la cocinera y la mucama. Su madre hace días que estaba en el hospital del pueblo más cercano, sometida a interminables análisis, un intento desesperado por determinar qué rayos era su mal, puesto que ningún médico lograba determinar exactamente qué era lo que la aquejaba. Tosía día y noche y escupía sangre; no comía y su piel se había tornado amarillenta. Lejos habían quedado los días en los que su madre ostentaba una belleza estival; belleza que Mónica, de cabellos rojos hasta la cintura y ojos almendrados, había heredado.

Su abuelo, por su parte, había partido de viaje de negocios y no volvería hasta la semana siguiente, en un intento por hacer alzar cabeza a la antes cuantiosa y ahora seca fortuna familiar. La abuela, que ya estaba en sus últimas y sufría de una enfermedad de la memoria, vivía en el piso más elevado de la casa, casi como si no existiera.

Las lágrimas le caían como un aguacero sobre las mejillas. Gabriel. Hermoso y traicionero Gabriel. Le había roto el corazón.

Por tres días no salió en absoluto de su cuarto, ni siquiera para darse un baño. Con la mirada perdida en la ventana, se preguntaba una y otra vez por qué había dejado de ser merecedora de aquél amor. Por qué había sido abandonada tan cobardemente, tan repentina e inexplicablemente. Por qué.

Por primera vez en muchas horas, se asomó por el pequeño balcón de su cuarto. El día estaba precioso. Muy a lo lejos, se veían decenas de campesinos trabajando uno de los campos, dorado de espigas de trigo.

Súbitamente invadida por la curiosidad, fue a buscar los viejos binoculares de su abuelo. Si éste se enteraba que le había puesto las manos encima a ese artefacto, tendría que enfrentar una rabieta descomunal de parte del viejo; pero no le importó.

Mujeres, niños; todos parecían capacitados, ya fuera por la necesidad o por la voluntad del patrón, a trabajar esos campos. Mónica los observó uno por uno durante un rato hasta que, de repente, vió algo que la dejó con la boca abierta.

Un torso sudoroso, bronceado. Unos brazos que podrían sujetar a un toro por las astas. Cuando se irgió pudo ver su rostro viril, su cabello negro que le caía sobre los ojos oscuros.

Puro músculo. Puro hombre.

Bajó los binoculares. El corazón le latía tan fuerte que temió estar teniendo un ataque, y más curiosa le resultó una sensación conocida un poco más abajo del estómago, una sensación que sólo había conocido con Gabriel, pero que ahora era mil veces más intensa.

Sus mejillas ardían. Aturdida, no tuvo otra opción que ir a darse un baño. Para apartar la mente a otro lugar que estuviera lejos de ese campesino sin nombre.

Nunca había pensado que podría causarle algo así una persona tan diferente a Gabriel, que con sus cabellos dorados, su piel blanca y su cuerpo alto y delgado, era totalmente diferente a ese hombre. Como de otro mundo.

Esa noche, a pesar de la reciente decepción amorosa que había sufrido, no se durmió llorando con el recuerdo de Gabriel, sino pensando en ese campesino y ella, ambos en el campo desierto iluminado por la luna.

Ella, por supuesto, tendida de espaldas sobre las espigas de trigo.

lunes, 18 de febrero de 2008

El inicio

Era un día gris. La lluvia azotaba las ventanas, pero era el dolor lo que azotaba el corazón de Mónica. Exactamente ese día se cumplía un mes desde la última vez que había visto a Gabriel. Gabriel, su primer amor.

Mónica y Gabriel habían jugado juntos desde pequeños. Vivían en casas enfrentadas. Mónica no tenía padre, y Gabriel no tenía madre, por lo que el apoyo de la familia del otro les resultaba fundamental. Crecieron juntos, según creían sus padres, como hermanos. Pero tanto Mónica como Gabriel sabían que eso no era así. Si bien su amistad sufrió el deterioro propio de la pubertad, en la que los cambios físicos y hormonales causaban estragos, provocando burlas y soledad, este sentimiento resurgió con mucha más fuerza en la adolescencia. Con una fuerza tal que ya no podía ser ignorado. Mónica y Gabriel se dejaron llevar por ese amor que había nacido entre ellos. Temerosos ambos, ocultaron este hecho a sus familias, quienes aún nada sospechaban. Inocentes sus padres, todavía creían en la inocencia del vínculo entre sus pequeños hijos. Pero Mónica se escapa a hurtadillas de su habitación todas las veces que le era posible. Trepaba por la reja de su casa, cruzaba la calle de tierra y se escabullía por la puerta trasera de la casa de Gabriel. Allí, en un pequeño cuarto, daban rienda suelta al amor que los unía. En ese cuarto, con dieciséis primaveras recién cumplidas, Mónica le entregó a Gabriel el regalo más hermoso que un hombre podrá jamás recibir. Allí Mónica perdió su virginidad en manos del hombre que amaba.

El romance duró un verano entero. Al acercarse marzo, la madre de Mónica cayó enferma de un extraño mal, y el médico recomendó una estadía prolongada lejos del pueblo. No había opción. Ambas se trasladaron a la casa de los abuelos de Mónica, en la otra punta del país. A Mónica sólo podía sacarla de su angustia el recibir una carta de Gabriel todos los días. Era la única manera de mantenerse en contacto y así evitar que su amor muriera.

Pero el corazón se le estrujaba al saber que pasaría mucho tiempo antes de poder volver a verlo.