martes, 19 de febrero de 2008

Capítulo I: "Tendida de espaldas sobre las espigas de trigo"

Finalmente llegó ese día que Mónica tanto había temido.

Las cartas de Gabriel habían disminuído su frecuencia a una vez por semana. Más exactamente, todos los jueves. Las razones, según explicó él, eran que ahora trabajaba en la tienda del señor Manson y no disponía de mucho tiempo libre; que se levantaba al alba y se acostaba a dormir, agotado, a altas horas de la noche.

Un jueves, ese temido jueves, no hubo carta. Ni tampoco al siguiente. Ni el otro.

Mónica golpeaba todas las mañanas su buzón con el puño, embebida de ira. Debía de haberlo suponido. Las cartas habían empezado a ser cada vez más cortas y escuetas, carentes de afecto, como una tarea escolar.

La casa señorial, rodeada de campos y campos cuya extensión se perdía en el horizonte, estaba desierta salvo por la cocinera y la mucama. Su madre hace días que estaba en el hospital del pueblo más cercano, sometida a interminables análisis, un intento desesperado por determinar qué rayos era su mal, puesto que ningún médico lograba determinar exactamente qué era lo que la aquejaba. Tosía día y noche y escupía sangre; no comía y su piel se había tornado amarillenta. Lejos habían quedado los días en los que su madre ostentaba una belleza estival; belleza que Mónica, de cabellos rojos hasta la cintura y ojos almendrados, había heredado.

Su abuelo, por su parte, había partido de viaje de negocios y no volvería hasta la semana siguiente, en un intento por hacer alzar cabeza a la antes cuantiosa y ahora seca fortuna familiar. La abuela, que ya estaba en sus últimas y sufría de una enfermedad de la memoria, vivía en el piso más elevado de la casa, casi como si no existiera.

Las lágrimas le caían como un aguacero sobre las mejillas. Gabriel. Hermoso y traicionero Gabriel. Le había roto el corazón.

Por tres días no salió en absoluto de su cuarto, ni siquiera para darse un baño. Con la mirada perdida en la ventana, se preguntaba una y otra vez por qué había dejado de ser merecedora de aquél amor. Por qué había sido abandonada tan cobardemente, tan repentina e inexplicablemente. Por qué.

Por primera vez en muchas horas, se asomó por el pequeño balcón de su cuarto. El día estaba precioso. Muy a lo lejos, se veían decenas de campesinos trabajando uno de los campos, dorado de espigas de trigo.

Súbitamente invadida por la curiosidad, fue a buscar los viejos binoculares de su abuelo. Si éste se enteraba que le había puesto las manos encima a ese artefacto, tendría que enfrentar una rabieta descomunal de parte del viejo; pero no le importó.

Mujeres, niños; todos parecían capacitados, ya fuera por la necesidad o por la voluntad del patrón, a trabajar esos campos. Mónica los observó uno por uno durante un rato hasta que, de repente, vió algo que la dejó con la boca abierta.

Un torso sudoroso, bronceado. Unos brazos que podrían sujetar a un toro por las astas. Cuando se irgió pudo ver su rostro viril, su cabello negro que le caía sobre los ojos oscuros.

Puro músculo. Puro hombre.

Bajó los binoculares. El corazón le latía tan fuerte que temió estar teniendo un ataque, y más curiosa le resultó una sensación conocida un poco más abajo del estómago, una sensación que sólo había conocido con Gabriel, pero que ahora era mil veces más intensa.

Sus mejillas ardían. Aturdida, no tuvo otra opción que ir a darse un baño. Para apartar la mente a otro lugar que estuviera lejos de ese campesino sin nombre.

Nunca había pensado que podría causarle algo así una persona tan diferente a Gabriel, que con sus cabellos dorados, su piel blanca y su cuerpo alto y delgado, era totalmente diferente a ese hombre. Como de otro mundo.

Esa noche, a pesar de la reciente decepción amorosa que había sufrido, no se durmió llorando con el recuerdo de Gabriel, sino pensando en ese campesino y ella, ambos en el campo desierto iluminado por la luna.

Ella, por supuesto, tendida de espaldas sobre las espigas de trigo.

No hay comentarios: