domingo, 2 de marzo de 2008

Capítulo III: La intrusa


Mónica sintió un calor abrasador que recorría todo su cuerpo a la velocidad de la luz. La sangre bullía en sus venas, desesperada por salir. Pero ella permanecía en su lugar, a la espera de ese abraso furioso con el que había soñado toda la noche. Él comenzó a acercarse lentamente hacia ella. Casi llegaba; estaban tan sólo a tres pasos. Y una voz interrumpió las ardientes sensaciones de Mónica.

- ¡Amor! ¿Dónde estás? Ya es hora de bajar al pueblo.

La culpable de interrumpir el primer contacto personal entre Mónica y Él era una mujer morena, de piel curtida por el sol y el esfuerzo del trabajo en el campo. Su ondulada cabellera negra como el carbón enmarcaba un rostro de suaves facciones. Ella se acercó corriendo, moviendo con gracia su exquisito cuerpo. Él, al oírla, se sonrojó y, avergonzado, dio la espalda a Mónica y se alejó. La morena lo besó con pasión, y Mónica, a través de su desconcierto pudo advertir cómo los gigantes y azules ojos de la morena la examinaban detenidamente. Se sintió observada, humillada. Dio media vuelta y corrió a refugiarse en su habitación. Allí, rompió en llanto mientras miraba a través de su ventana las olas romper contra los acantilados de la playa.

Una vez que se hubo serenado bajó al comedor. Su idea era sentarse a leer en uno de los mullidos sillones verdes de la sala, pero en su trayecto algo la detuvo. Sobre la mesa de roble había una pequeña rosa roja. A su lado había una tarjeta. No tenía remitente; en ella sólo estaba escrito, con una letra exquisita, “Mon”.

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